viernes, 16 de mayo de 2008

El rescoldo de los cuerpos.



Por:Fuguemann

 

Cuando A despertó, no encontró más que el rescoldo de los cuerpos. Era una mañana fría, el poco aire que se respiraba en su habitación, se encontraba cargado de cierta pesadez, era denso,  poco más que la neblina que ese día cubrió la ciudad donde vivía.

 

Cuando abrió los ojos, miró sobre  su techo una figura lánguida que parecía escurrirse sobre el tirol casi inexistente, de esa humilde y asquerosa pocilga a la que ella llamaba hogar. A en primera instancia tuvo cierto desconcierto, mismo que desapareció cuando esta tuvo a bien estirar su cuerpo y retirar las legañas que nublaban su mirada.

 

Pensó que estaba loca, que la imagen observada no era otra cosa que un alucinamiento provocado por la borrachera del día anterior. Acompañado a esto le vino un incesante dolor de cabeza, un martilleo  doloroso que recrudecía todo lo que ante  que su vista  aparecía. Una copa rota, la botella de vino derramada sobre la alfombra y un estuche de maquillaje barato, eran los objetos más cercanos a su temblorosa humanidad.

 

Giró su cuerpo, buscaba ansiosamente algo que desvaneciera la chingada resaca. Deseaba un trago, otra cerveza o en el último de los casos un alka zeltzer, lo que fuera, con tal de enterrar tanto malestar. Nada, tal  y como en su vida se le concedió. Lo único que encontró al estirar su mano, fue un cigarrillo roto. Eso era mejor que nada, así que no dudo en encenderlo.

 

Mientras el fuego del cerillo encendía la colilla e iluminaba el rostro desganado de A, ella comenzaba a hilvanar las ideas, trataba de recuperar los recuerdos de la noche anterior. El esfuerzo provocaba nuevamente los embates de la cruda, pero eso no impidió recordar lo ocurrido.

 

A llegó a Barfly alrededor de las once de la noche. Vestía minifalda roja, tan diminuta que anunciaba la delicia de sus piernas, la fuerza de su juventud y la firmeza de su carne. Un escote que invitaba  a la lujuria y a las ensoñaciones  más oscuras  de todos y todas cuantos en el bar se encontraban.

 

Su caminar denotaba la cadencia de quien se sabe deseada, añorada. Llegó hasta la barra, allí encontró a un tipo alto, fornido, de cabellera larga, con  la ceja tupida y unos labios gruesos, como todas sus facciones. Lo saludó con un largo beso, sus lenguas se enredaron tan fuerte que sólo un suspiro de ella, logró separarlas.

 

 

A pidió lo de siempre, un escocés doble. Cuando lo sorbió sintió hasta las entrañas un ardor prolífico, una quemazón fructificante. Sabía de la nobleza que el whisky ofrece, la hizo suya y revivió su ánimo. El tipo bebió lo mismo, a una voz el líquido se esfumo del vaso. Su rostro se inmutó, sólo una mirada profunda, clavada sobre los frondosos pechos de A se hizo presente.

 

Ella, inmediatamente tradujo lo que esos ojos lujuriosos le solicitaban. Dueña incompletamente de si, entre la embriagues y el deseo, colocó su mano sobre el miembro de su acompañante. La fuerza que la sangre ejercía sobre el pene de este hombre se dejaba sentir inmediatamente.

 

Después de varios tragos, la insensatez  se hizo presente, ambos reían a carcajadas, platicaban de estupideces, incoherencias, absurdos, monotonías como las  que ofrece esta chingada vida de consumo desmedido. La noche tal como las botellas se fue consumiendo, eran pocas las almas que aún quedaban dentro de aquel lugar, frío, inhóspito e indescifrable.

 

Cuando salieron de Barfly, la ciudad que los anidaba, centelleaba majestuosa, como ninguna otra. Iluminados por la suntuosidad de la gran urbe, se trasladaron a gran velocidad por las avenidas, los semáforos fueron ignorados por el cadillac sesenta y ocho. Dentro del vehículo el tacómetro no sólo marcaba las revoluciones a las que circulaba el auto, sino que también  indicaba la rapidez de las pulsaciones de A y su acompañante.

 

Al llegar a la habitación los cuerpos de ambos estaban extasiados. Invadidos por  la adrenalina comenzaron a sudar, su agitación provocaba jadeos constantes, un ir y venir de exhalaciones e inhalaciones  tan profundas que invadían por completo las paredes del pequeño cuarto de A. Al diablo la botella, la copa, todo, lo único que importaba en ese momento era el placer.

 

Tal y como llegaron, con esa misma prontitud, se despojaron de sus ropas, el cuerpo de  A se presentó tal y como es, bello, ardiente, bien proporcionado, totalmente deseable. Como si un diseñador hubiera puesto todo el empeño en formarla de la mejor manera posible. Él por el contrario tenía un cuerpo amplio, su espalda estaba dotada de gran fuerza, sus piernas parecían tan sólidas como las del David.

 

Se besaban, se tocaban, se hacían el amor…

 

El embate de sus cuerpos sacaba chispas, irradiaba todo, dejaba en claro de donde provenían, de la raza de bronce. El sexo fue bestial, largo, placentero. Cuando su amante logró eyacular sobre ella, el sol  comenzaba su eterna aparición, la única ventana existente dejó colar unos cuantos rayos de luz.

 

A había perdido por completo el sentido. El alcohol, la vida, el sexo, todos sus excesos se hicieron presentes. Se desparramó por completo a los pies de aquel desconocido, de aquel amante perfecto, sin nombre, sin edad, sin historia para ella.

 

Cuando A despertó, no encontró más que el rescoldo de los cuerpos. Era una mañana fría, el poco aire que se respiraba en su habitación, se encontraba cargado de cierta pesadez, era denso,  poco más que la neblina que ese día cubrió la ciudad donde vivía…

 

                                                                                                                                 FIN.