jueves, 21 de febrero de 2008

Vagabundo


Una mirada suspendida en el tiempo, sus ojos proyectando la serenidad de su cuerpo. Así es cómo se mira este hombre de cabellera y barba larga, carente de color. Su frente agrietada por el tiempo y remarcada por la vida, anuncia lo avanzado de su edad.

 

Bajo la intensa luz del sol, las sombras se hacen más evidentes. El ceño fruncido de su cara, demuestra el malestar que le provoca la basta luminosidad del día. Sentado sobre una cobija que yace en una banca de cantera,  descansa su humanidad. Verlo te invita a detenerte unos segundos, pensar en la tranquilidad que necesitamos todos los hombres.

 

Sus pantalones de pana parecen cómodos, a sus píes un pequeño cachorro lo acompaña. Este animal de ojos brillosos y tan negro como las sombras mismas, se muestra en la misma pose de impavidez. Parecen pertenecerse, el viejo al perro y viceversa.

 

Sus tenis resplandecen y contrastan con la negrura de su mascota. Los pies parecen haber recorridos mil caminos,  librado cien  batallas. El fondo perfecto para este hombre es el muro de rocas volcánicas, que como su frente, erosionadas por los años están detrás de él.

 

Su pronunciada y delgada nariz está dañada, una costra sinuosa y rugosa habita sobre la superficie de ésta. La chamarra que lleva puesta desentona con la rigidez del sol. Sus manos están sucias y cansadas, se ve a leguas.  Entrelazadas como el vagabundo a la libertad, se  recargan en sus piernas.

 

Al verlo piensas en todas las formas y circunstancias posibles, en  las causas y efectos de una vida. ¿Qué lo tienen ahí, a esa hora, en ese lugar, con esa ropa, con el perro sentado a sus píes? Yo, todavía, no tengo la respuesta…

Un día más con vida


Por: Fuguemann

 

Ryszard Kapuscinski relata en éste libro uno de los episodios más cruentos en el África del siglo XX.  El hombre de origen polaco, graduado en historia y arte ve pasar antes sus ojos, escenas cargadas de profunda soledad y violencia. Una intensa lucha entre su vocación periodística y el temor de cualquier humano se desatan, como producto de esta batalla, Kapuscincinsky deja un documento para la posteridad; un escrito que narra desde un punto de vista muy humano, la guerra que traería la independencia de la nación de Angola.

 

Allá, en uno de los lugares más alejados de nuestro México, existe un lugar inhóspito, como olvidado por el tiempo. La sangre derramada, es la vena sangrante de una nación que clama justicia y libertad desde hace más de 500 años. Lo sé porque así es como descifró las líneas de “ Un día más con vida”.

 

Desde el mismo título se puede comenzar a imaginar lo agradecido que el autor está por tener un día más. Al recorrer sus páginas y comenzar a imaginar la ciudad de Luanda en un vacío intoxicante,  uno puede perderse por sus calles y soñar con la soledad de sus habitantes.

 

El texto está cargado de sensaciones, olores, paisajes trazados por la letras. Existe una descripción a conciencia de las cosas. Durante  la narración perdura este sentimiento subjetivo del autor, que describe cuanto ve y siente, algo que lo hace aún más entrañable con el lector.

 

Si bien la guerra es uno de los actos más reprochables del hombre, por la inmundicia y el dolor que estas causan, es imprescindible contar con el testimonio de alguien que vio la crudeza de la barbarie. Su andar que empieza en Luanda, lo lleva a recorrer los largos y ásperos caminos de la sufrida Angola.

 

Su viaje es una constante sensación de incertidumbre, la guerra entre etnias, hace a la nación africana un lugar de todos y de nadie. Su paso por terrenos desprovistos de las cosas más elementales, recrudecen lo que el sol y su furia  hace aún más evidente, la pobreza y el saqueo del que han sido víctimas.

 

Es cierto que la historia no me parece tan redonda cómo lo hubiera deseado, si existe, un grado de complejidad en ella. Es decir; la historia empieza muy bien, nos describe el panorama de la salida de los extranjeros, la inminencia de una guerra. Después hace un recorrido por las extensas praderas y desiertos, conoce la muerte y lo duro del conflicto, pero al final falta fuerza en sus palabras, no termina contundentemente la crónica.

 

Pienso que por momentos deja de lado el contexto dentro de la historia, se detiene tanto a contar sus cosas y lo que ve, que a veces parece olvidarse que el lector necesita entender esa realidad trasladarse y entender porque tantos horrores. Es cierto que al final existe esté apartado de A B C, y en el los datos duros conviven, pero en mi particular opinión, bien pudo insertarlos durante su texto.

 

Rescato la labor de estar dentro del conflicto, ese deseo que perdura, su vocación periodística. Muchas veces hablamos, vociferamos sin conocer desde las entrañas los problemas, no existe un análisis de fondo, no existe la investigación, sólo reproducimos lo que escuchamos desde los medios.  El periodista de escritorio no debería existir más, y me parece que Kapuscinski les da un buen ejemplo al estar inmerso hasta el final.

 

El texto es fluido, hay ideas concretas, descripciones que en momentos encierran un trasfondo poético. Veo leones, muertos, aves, bosques, niños convertidos en guerreros,. Escucho balas, estallidos, el motor de un camión viejo. Huelo sangre, basura, cigarros y más.

 

Creo que lo anterior es de suma importancia, que la persona que lo está leyendo en verdad pueda experimentar, aunque sea en el fondo de su mente todo lo que el escritor explica y narra. Que se imagine el viento golpeando su rostro, el jeep a gran velocidad, el avión volando sobre Benguela. Y durante la crónica yo lo imagine más de una ocasión.

jueves, 14 de febrero de 2008

Idílico encuentro

Cuando la mire caminar en sentido contrario al mío, tuve la misma sensación que cuando la conocí. Una mezcla de nerviosismo, timidez y temor de apoderaron de mi. Conforme sus pasos la fueron convirtiendo en una silueta más, el ir y venir constante de quienes viajan en metro, esfumaron nuestro idílico encuentro.

 

Daniela Rea tiene veinticinco años, es originaria del estado de Guanajuato y tiene unos ojos inolvidables. Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación con especialidad en periodismo, es egresada de la Universidad Veracruzana y trabaja desde hace dos años para el periódico Reforma.

 

Antes de conocerla tuve mil ideas, la preconcebí de todas las maneras posibles, y ni aún así pude dar con ella. Y es que así fue nuestro encuentro, tan inesperado como un temblor y tan gratificante como un  amor.

 

Cuando descendió del vagón, y pude reconocerla por las señas que me había dado, mi primera reacción fue poner una sonrisa de  estúpido que ni siquiera yo sé de donde salió. Fue de esas expresiones como las que uno pone cuando va a pedir empleo, o peor aún, la que se nos dibuja  en el rostro cuando conocemos por primera vez a la familia del novio o la novia en cuestión.

 

Su saludo fue tan cálido como el día mismo. Me hizo sentir inmediatamente en confianza, tal y como si estuviera con alguien a quien conozco de muchos años atrás. El dulce tono de su voz , reflejaba la juventud  que su cuerpo anida. Caminamos hacía la salida del metro Chapultepec, eran las doce horas con cincuenta minutos, y el sol se dejaba sentir con fuerza.

 

Después de presentarnos formalmente y conversar un poco, la primera de nuestras paradas fue en una tienda, necesitábamos hidratarnos pues la temperatura comenzaba a ejercer presión. Ambos pedimos agua, que mejor que el liquido vital para tratar de aliviar la sed. Como Daniela aún no había desayunado pidió unas poffets, la verdad es que yo tampoco había probado bocado alguno, y aunque sus palomitas se me antojaban tremendamente, mi tonta pena impidió que aceptara unas cuantas.

 

Por un momento estuvimos perdidos, buscábamos la dirección de un edificio. Daniela ya me había comentado que estaba buscando información para un reportaje que tiene que ver con cuestiones de vivienda. Después de preguntarle a unos tipos y caminar unas cuantas cuadras, dimos con la avenida y el número que estábamos buscando.

 

El número veinticuatro de la avenida Melchor Ocampo, mejor conocida como Circuito Interior, es un edificio de cinco pisos, su fachada parece fatigada y contrasta con algunas de las construcciones modernas que comienzan a esparcirse por la zona. La pintura del inmueble ha sido carcomida por el tiempo y el olvido parece haberse adueñado de ella.

 

Daniela tocó la puerta en tres o cuatro ocasiones, repentinamente alguien a quien no puede mirar nítidamente se asomo por una de las ventanas, algo le preguntó a Daniela, no pude escuchar cuál era la pregunta, tan sólo pude ver como ella afirmaba moviendo la cabeza de  atrás para adelante.

 

Cuando la portezuela se abrió, un tipo que después se presentaría como Juan , nos daba la bienvenida. Era una persona delgada, poco más alta que yo, portaba lentes de armazón negro y mica de tono marrón, su cabello tenía una serie de cortes dispares estilo mohawk. Desde el cuello hasta los pies le resplandecían varios tatuajes, entre los que pude reconocer, había uno que representaba la figura de un jaguar, éste corría por su brazo izquierdo y era fácil de distinguir por los colores que llevaba.

 

Después de entrar, lo primero que nuestros cuerpos sintieron fue la sensación de frescura, y digo nuestro cuerpos, porque lo comentamos. Atrás quedaba el sol y su luminosidad. Delante nuestro comenzó un desfile de sombras. La planta baja era un lugar casi vacío, de las paredes se desprendían algunos grafitis, figuras como el Ché o Bob Marley nos recibían con la misma austeridad del edificio.

 

Llegamos hasta una pequeña habitación, allí como por obra de magia pudieron meter un telar y  ahora se dedican a la fabricación de textiles. Pude observar por lo menos tres de los trabajos que estaban realizando, me pareció increíble lo que se puede hacer con poco presupuesto y mucha creatividad.

 

Juan nos invito a su habitación. Tuvimos que subir dos pisos, la misma tonalidad de grises y sombras se encontraban por todo el lugar. La frescura de apenas unos minutos atrás se convirtió en frío. El lugar parecía estar vacío, por sus pasillos se podía sentir la soledad.

 

El piso que es de madera, dejaba escapar el rechinido de su edad a cada paso que dábamos. Su cuarto nos regalo unos cuantos rayos de sol que  entraban por la ventana que da a la avenida. Su puerta está repleta de estampas con propaganda de fiestas y eventos, las paredes eran el marco perfecto para algunos carteles. Sobre la  pequeña mesa de centro, un cenicero, discos, cigarros, un toque y unas cuantas sábana.

 

Cuando tomamos asiento, Daniela comenzó a explicarle que es lo que estaba buscando y cuál era el objetivo de nuestra visita. Juan pareció estar de acuerdo y comenzamos a charlar. Por la habitación se esparcía un olor que lo llenaba todo. Era un aroma inconfundible, único en su especie, olía a hierba.

 

Recuerdo haberla mirado con respeto, la veía segura de si. Estaba sentada en un viejo sofá de color gris, vestía pantalón rojo y  un delgado suéter casi del mismo tono. De su delgado cuello colgaba una especie de bufanda, o turbante que me es difícil describir. Sus manos sostenían una pequeña libreta sobre la cual hacía anotaciones. Frente a ella Juan comenzaba a liar un gallo.

 

Daniela comenzó preguntando por el lugar, cuándo habían llegado, por qué razón habitaban el lugar y cómo se organizaban. Juan prendió el toque y comenzó a contestar las preguntas, en su cuerpo y en su voz, un pequeño temblar recalcaba que el edificio estaba bastante frío.

 

Entre otras cosas recuerdo haber escuchado a Juan decir que la falta de espacios dónde habitar, los altos costos de las rentas y una descarnada política de vivienda, eran factores que habían orillado a personas como el a buscar nuevas alternativas de vivienda.  Éste movimiento comenzó en México  a raíz del temblor de mil novecientos ochenta y cinco lo escuche decir.

 

Daniela le preguntó sobre los Okupas.  Éste nombre me había llamado atención desde  la primera vez, en que la llame por teléfono.  Después de haber recibido un correo electrónico con su nombre y datos, me dispuse a marcarle. Durante nuestra conversación recuerdo que aparte de haber pactado nuestro encuentro en el metro Chapultepec a las doce cuarenta y cinco de la tarde, ella me contó sobre la entrevista que tenía programada con unos Okupas, término al que no le di mucha importancia en aquel momento.

 

“La okupación surge a mediados de los 80 a imagen y semejanza de los squatters ingleses, principalmente en España e Italia. La diferencia entre ocupar y okupar reside en el carácter político de esta última acción, en la que la toma de un edificio abandonado no es sólo un fin sino también un medio para denunciar las dificultades de acceso a una vivienda”.

 

El hedor de cuando llegamos, se incremento a cada bocanada que Juan propinaba a su toque.  Repentinamente una figura delgada apareció en la puerta, vestía bermuda de mezclilla y playera roja. De cabellera larga, barba y un tono de piel profundamente morena se presento Benjamín.

 

Tomó asiento a lado mío, y con la  serenidad de la habitación cogió el cigarro de mota. Daniela seguía preguntando y haciendo anotaciones. Por mi parte no sabía si preguntar o no, ese no era mi trabajo. Mi encomienda era conocerla, acompañarla, saber cómo era su trabajo y realizar una crónica.

 

Los temas de la conversación fueron ahondando en cuestiones de carácter político, social, económico y filosóficas. La falta de apoyos por parte del gobierno, una política económica que sólo divide de manera más evidente a nuestra sociedad y la frenética lucha del hombre por adquirir más y más vienes, eran ideas que compartimos durante la charla.

 

Cuando el toque se consumió, Benjamín se retiro con la misma calma de su llegada. El cuarto estaba atiborrado de humo, Daniela y yo  encendimos un cigarrillo y  la nube de humo se condenso aún más. Juan nos comentó que en el edificio habitaban en su mayoría jóvenes.

 

Lo que más me agrado, fue saber que los okupas, también utilizan sus hogares, para crear espacios alternativos de arte y fomento a la cultura. Realizan talleres, debates, platicas y fiestas.

 

Después de platicar un buen rato y conocer más acerca de ellos, Benjamín que es estudiante de Sociología en la UNAM amablemente bajo a decirnos que la comida estaba lista y que si queríamos acompañarlos estábamos invitados. . Escuchar tales palabras, me recordaron que en todo el día no había probado bocado alguno. Mi estomago empezaba a gruñir, pero mi atención estaba totalmente puesta en Daniela.

 

Mis suposiciones no fueron erróneas. Estaba frente a una mujer inteligente, que sabe muy bien los menesteres de su trabajo, y lo mejor de todo, que tiene la cualidad de arrebatarte la confianza en un abrir y cerrar de ojos.

 

Antes de ir a probar bocado, Daniela sugirió a Juan que nos diera un recorrido por el edificio. Comenzamos a subir la escalera, dos pisos arriba conocimos un lugar que tiene una vibra muy especial. El Solar como ellos lo llaman, se encuentra ubicado en el quinto piso, desde lo alto donde se encuentra, bien pudimos ubicar puntos medulares de nuestra gran metrópoli.

 

A diferencia de casi todo el lugar, el solar estaba empapado en luz. Cuando llegamos pude sentir que la tarde había avanzado, el sol ya no era tan corrosivo como antes y sobre mi rostro una pequeña ráfaga de viento me mostraba un clima más agradable.

 

En éste sitio, las paredes están totalmente pintadas con grafittis y stencils, verdaderas maravillas de expresión que yacen sobre los muros del lugar.  Un colorido explosivo invadió nuestras pupilas, signos prehispánicos se mezclan con símbolos de nuestra cultura popular como el Santo o Tin Tan, que bajo su rostro claman “rezistencia”.

 

Cuando miré a Daniela me sorprendió la viveza de sus ojos. Éstos brillaban con auténtico regocijo. Después del solar subimos a la azotea, desde esa altura se hizo más evidente el contraste que existe entre ese sitio y las innumerables viviendas de la zona.

 

Después descendimos a un lugar donde tres chicas preparaban la comida. El olor de los guisos perturbo aún más mi estómago. Juan nos presento con ellas, me perecieron personas muy agradables. Cuando pensé que pasaríamos a comer, me alegré aún más. Lo que yo no sabía es que teníamos un destino más.

 

El sitio era un pequeño cuarto donde el sol difícilmente se lograba colar. Dentro de éste, había dos muchachos poco más jóvenes que los demás. Estaban jugando Mario Bros, el primero de los innumerables videojuegos que le seguirían. Nos invitaron a pasar, estaban de muy buen humor, Daniela y yo nos acomodamos como pudimos pues el cuarto era verdaderamente pequeño.

 

Encendimos un cigarro, y entre la platica, Paris que es un chico de cabello largo con rastas  y una enorme sonrisa, nos comentó que existía un cortometraje que un amigo de ellos había producido. Lo interesante es que Paris es músico, toca la guitarra y tiene un grupo con algunos amigos. Una de las canciones de ellos fue utilizada para “Ciudad Huacal” un estupendo corto, que narra la vida de un pueblo donde la gente se dedica a la fabricación de huacales de madera.

 

Nos ofrecieron ver el corto, Daniela y yo  accedimos inmediatamente. Con una pequeña televisión de catorce pulgadas y un pequeño buffer se montó en cuestión de minutos todo el show. Sorpresivamente y sin darme cuenta la habitación en la que estábamos nuevamente se vio envuelta en una nube de humo. Juan y Paris habían ponchado un nuevo churro.

 

Daniela estaba sentada en un pequeño colchón que se encontraba a ras de suelo, yo me senté a su lado la única diferencia entre ella y yo es que bajo mis nalgas estaba el suelo bastante fresco. “Ciudad Huacal” duro casi doce minutos, la historia era un tanto graciosa, me sorprendió ver como aquellas personas forman literalmente edificios con los huacales que fabrican, los estiban a casi 15 metros de altura.

 

La música era bastante buena, Daniela y yo lo platicamos, de hecho le preguntamos por el grupo y Paris nos mostró un disco que habían sacado de manera independiente, y que se dedican a venderlo en lugares como el Chopo, La Lagunilla, Tepito y Coyoacán. Cuando termino el corto Juan, Paris y el otro chico que por cierto casi no habló, nos invitaron a una fiesta que realizarían el próximo 22 de febrero. A Daniela le agrado la idea y me dijo que sería genial si pudiéramos ir.

 

Una voz nos gritaba desde afuera de la habitación, era Benjamín, nos pedía que nos apresuráramos, pues la comida ya estaba servida y nos estaban esperando.  Creo que a Daniela y a mi nos cayo de maravilla tal noticia, pues el tiempo seguía su interminable marcha, y nosotros aún no comíamos.

 

Cuando llegamos al comedor, sobre en la mesa estaban ya servidos los platos, sino me equivoco eran nueve. El menú consistía en chilaquiles, un huevo estrellado, frijoles y papas.  Creo que mis ojos se iluminaron al ver tal platillo. A la mesa nos sentamos Benjamín y su novia, dos chicas más de las que por desgracia no recuerdo el nombre, Juan, Paris y el otro chico que a mi parecer era el más joven de todos.

 

Durante la comida, la mesa pareció absorber nuestras palabras, un silencio  se adueño de todos. Recuerdo que Daniela se disculpó porque cuando come no platica. Cuando alguien llegaba a hablar, sólo era para pedir la crema, el queso o agua.  No sé si fue porque en verdad tenía bastante hambre, pero la comida me supo muy rica. Los chilaquiles tenían la esencia de la comida mexicana, un sabor picante que regocijaba el paladar.

 

Daniela tenía una entrevista telefónica con la directora del Instituto Mexicano de la Juventud. Cuando su teléfono sonó, la vi desplazarse en dirección a la puerta. Cuando terminamos los alimentos, la chica que estaba frente a nosotros con un buen sentido el humor, pidió su postre, yo imagine alguna gelatina o de menos un dulce. Para sorpresa mía el postre consistía en un cigarro de marihuana más.

 

Las chicas que por una cuestión que jamás he logrado entender, tienen más delicadeza que los hombre. Digo esto porque cuando las vi espulgando la mota, note la dedicación y fineza con que lo hacían. Sus manos se movían con suavidad, separaban las semillas y las ramas de lo demás.

 

Nuevamente ese olor inconfundible se introducía por mis fosas nasales.  Una de ellas, la más gordita y simpática nos pregunto que de dónde veníamos y a que nos dedicábamos. Daniela le explicó la razón por la que ambos los visitábamos. Se mostraron interesadas, tanto así que comenzaron a contarnos su historia.

 

Dos de ellas tenían poco viviendo allí, dos meses para ser exacto. Habían sido desplazadas por la policía y el gobierno capitalino. Su antiguo hogar estaba ubicado en la calle de Jesús Carranza, mejor conocido como el cuarenta. En este lugar la venta de drogas era el negocio fuerte varias de las personas que habitaban este sitio, motivo por el cual el gobierno de Marcelo Ebrard decidió expropiarlo.

 

Su historia era tan interesante que Daniela no dejó pasar la oportunidad de tomar notas. Cuando volvió a sacar su libreta, comprendí que  la nota puede llegar en el momento menos inesperado, motivo por el cual uno siempre tiene que estar atento.

Mientras ella deslizaba la pluma y la tinta daba forma a una historia nueva,  una de las jóvenes narraba con lujo de detalle, la manera de operar de aquel lugar, y como ellas habían gozado y llorado la vida en el “Barrio Bravo” .

 

 A mi me interesó el lado humano con que contaba lo sucedido. Recuerdo que dijo  “allá  dejamos a muchos amigos, gente a la que queremos, pero es imposible regresar”

 

Me agradó el entusiasmo que Daniela demostraba, como lo dije antes, me parece una chica sumamente capaz. Entre cigarros y risas la tarde siguió avanzando, lo que horas antes era un cielo despajado y claro, se convirtió en un mar de nubes, que amenazaban con llorar.

 

Decidimos levantarnos, Daniela amablemente se ofreció a lavar los platos, yo por mi parte ayude a escombrar la mesa. Fue genial ver como todos ayudábamos de alguna manera, Juan me dijo que así trataban de ser siempre, dado que viven en una especie de comunidad, todos se tratan de echar la mano y el trabajo se reparte.

 

En unos cuantos minutos, habíamos terminado de limpiar todo el lugar. Nos pareció oportuno despedirnos, agradecimos infinitamente a todos las atenciones que nos brindaron. Nos recordaron de la fiesta que estaban organizando y quedamos formalmente de asistir. Daniela en su labor periodística tuvo a bien pedir los teléfonos y las direcciones de correo electrónico de todos.

 

Juan quien parecía ser el mayor de nuestro anfitriones se ofreció a llevarnos hasta el lugar donde nos conocimos. Nuevamente recorrimos las escaleras, las sombras y los silencios seguían allí, como guardianes perpetuos de aquel lugar. Al llegar a la puerta se nos abrió un mundo diferente, al mundo  que estamos acostumbrados, al de la vida acelerada. El tráfico comenzaba por aglutinarse en las calles…

 

*

Después de todo lo vivido Daniela y yo comenzamos a caminar, parecíamos no tener destino.   Aquí una nueva historia comenzó a escribirse, la nuestra. No habíamos tenido el tiempo suficiente para platicar de nosotros.  Yo la había conocido trabajando, pero aún faltaba esa parte que inquietaba mi ser.

 

La tarde era frasca, del cielo caían unas cuantas gotas que amenazaban con humedecer la ciudad, el aire soplaba con cierto brío. Ella y yo comenzamos a caminar por  avenida Reforma, conversábamos acerca de nuestra experiencia con lo Okupas, creo que nos había dejado un buen sabor de boca.

 

No sé por qué, pero pude darme cuenta que se le había erizado la piel, le ofrecí mi saco, y ella aceptó, después de colocarlo sobre su delgada espalda continuamos nuestro andar. Le pregunte sobre su familia, por las cosas que le gustaban y las que le enfadaban. Ella hizo lo mismo, le platiqué quien soy y lo que me gustaría llegar a ser.

 

La gran avenida pareció detenerse, por varios minutos la gente y los autos dejaron de existir. Mi atención estaba totalmente volcada en ella. Seguía mirando sus ojos, su cabello, su boca y sobre todo su sonrisa.

 

A medida que seguíamos avanzando, mis pies entraban en un conflicto con mi mente. Mis piernas pedían clemencia y mi cabeza ordenaba seguir. Quería continuar caminando, hacía mucho que no la pasaba tan bien. Seguimos conversando de política y sobre todo de problemas sociales, creo que teníamos varias ideas en las que estábamos de acuerdo.

 

Cundo me di cuenta ya habíamos casi llegado a mi escuela. Es impresionante como se nos escurre el tiempo cuando estamos cómodos. Daniela parecía también cansada, así que decidimos hacer la última de nuestras escalas. Una vieja banca fue nuestra única y mejor opción.

 

Cuando nos sentamos, ella sacó de su bolso una pequeña libreta, diferente a la que antes había ocupado. Ésta era más pequeña, dentro de ella otro universo existía, el de Daniela, el de sus ensoñaciones, el de sus ideas. Cuando me explicó que es lo que escribía en ella, no daba crédito. Me encanto la idea del  pensamiento automático, lo mejor de todo y lo que más agradezco, es que me halla invitado a entrar en él.

 

Me dio la pluma y sinceramente no sabía que escribir, me explicó en que consistía el ejercicio y escribí lo primero que se me vino a la mente. Después guardo nuevamente su libreta y con ella algo de mí.

 

Cuando llegamos al metro Hidalgo no sabía que pensar, lo único que deseaba, era que se llevara la milésima parte de lo que había causado en Israel. Le di mi teléfono y mi mail. Quedamos en volver a vernos para platicar, y si se podía, por qué no, beber unas cervezas. 

 

Me devolvió el saco de pana, me miró con los profundos ojos que horas antes me habían impactado y se despidió de mi con un dulce beso en la mejilla, un abrazo tan fraternal que me dejó muy en claro que ese día ,yo, no volvería a ser el mismo.

 

Conforme sus pasos la fueron convirtiendo en una silueta, más, el ir y venir constante de quienes viajan en metro, esfumaron, nuestro idílico encuentro.

martes, 5 de febrero de 2008


     Cuando Israel mira su reloj, las manecillas ya han tomado el mismo lugar de ayer. Esa misma posición que cada veinticuatro horas le índica el lugar donde él tiene que estar. Ya sea por obligación o convicción la calle Basilio Vadillo número cuarenta y tres es el destino más frecuente de Israel, que corre aprisa, pues la hora ha llegado. 

Son la seis de la tarde en punto, el ritmo acelerado en su andar, deja ver la preocupación en su rostro. Su brazo derecho es fuerte, se puede notar la firmeza que su edad le regala, sostiene una libreta, un libro y dos bolígrafos. Va dando vuelta sobre el eje de guerrero, justo a una cuadra de su escuela. Su agitación comienza a ser evidente y el  jadeo se incrementa a grado tal que existe una disminución en su velocidad.

Aunque la tarde comienza desaparecer, el sol aún se siente y tras esconderse por leves momentos en los edificios de la calle de Rosales nuevamente se asoma y golpea la cansada de Israel. Al mismo tiempo unas cuantas gotas de sudor comienzan a escurrir por su frente, rostro, pecho y axilas.

Va pasando frente al restaurante de comida Italiana, sabe que ya está bastante cerca, tanto que deja pasar desapercibido el olor de la pasta que que en la mesa se está sirviendo. A Israel le gusta la comida mediterránea, y en un momento de menos prisa, hubiera sabido que lo que están a punto de gustar la pareja de la mesa número tres es una suculenta Aglio olio con hongos y camarones.

Cuando de nueva cuenta vira sobre la calle, puede apreciar la estructura de su destino, es decir un edificio de cinco pisos de altura que está pintado de color naranja y sobre el cual un letrero cuelga, uno que dice así: Escuela de periodismo Carlos Septién García.  Israel dentro de su exaltación parece un tanto más tranquilo.
Sobre la calle de la colonia Tabacalera cientos de papeles yacen sobre un suelo sucio y maloliente, un suelo que describe a la perfección la situación de la Ciudad de México. Es una calle cansada, descuidada, aletargada en muchos sentidos.  Todo lo que ante sus ojos aparece, es más que conocido. 

De lado derecho alcanza a notar casi cómo una sombra el puesto de los dulces y al joven que lo atiende.  El muchacho con piel de bronce junto con otras  de trescientos cincuenta mil personas aproximadamente, se dedican al comercio informal en el Distrito Federal.  Poco más adelante el grito más escuchado por los automovilistas.

-Viene, viene, héchele, pa`tras, héchele pa`tras.

Es Tintan, el señor que cuida los carros a los alrededores del metro Hidalgo, Israel lo sabe pues conoce esa lánguida figura y percibe el tono áspero de su voz. Aunque está a unos cuantos pasos de la puerta de su escuela, aún se da tiempo para estrechar la mano de tal personaje. La mano de Tintan, es una mano de trabajo, agrietada por el tiempo.

El saludo está dado. Israel piensa que no  hay motivo para volverse a detener. Otra vez hecha  un vistazo a su reloj, tan sólo han pasado cuatro minutos desde la última vez que midió su tiempo.   La conducta arrebatada de hace sólo dos minutos  es historia, tanto, que al entrar se detiene cobijado por los cientos de libros que anteceden las aulas de clases.

Una sonrisa que denota el gusto por ver a Saúl el portero de la Caralos Septién se dibuja en su rostro.  Lo abraza y sigue caminando, poco más de veinte escalones antes de llegar a su salón. Veinte escalones que están escoltados por varias fotografías y unos cuantos encabezados de diarios internacionales. Primeras planas que representan el horror de todo un pueblo.

Israel como ayer, como lo hace de lunes a viernes vuelve  mirar, el fuego y la sangre derramada. Sabe y cree firmemente que nuestro mundo están llenos de errores y horrores, tal vez por eso decidió estudiar periodismo, pues le gustaría contribuir a cambiarlo; aunque sabe lo difícil que esto puede resultar, lo hará desde su trinchera.

El lugar confinado para que él y otros veinte jóvenes puedan estudiar está muy cerca. De alguna forma no está de acuerdo en que se tenga que pagar para poder recibir una educación formal, pero la vida y sus vaivenes lo tienen allí.  Acomoda su abundante cabellera y reajusta sus pantalones de mezclilla.

Cuando entra sabe que todo ha valido la pena, que el apresurar sus pasos, que el pagar su educación y el haber decidido estudiar periodismo bien son el precio que se deben pagar por mirarla a ella. Puede sonar estúpido, yo diría que hasta vacío. Pero yo ni nadie tiene idea de lo que Israel siente cuando la ve.

La saluda y besa su mejilla, cuanta rabia siente por no besarla en la boca. Ella lo mira con la intensidad inigualable de sus ojos. A ella le agrada Israel y su olor, ese aroma que se mezcla entre sudor y desodorante, entre polvo y loción.  Israel quisiera desde las entrañas que ella sintiera la mitad de lo que él siente.

Pero hoy como todos los días Israel toma su asiento, se traga el orgullo, espera  tomar su clase
 y prepararse para el día siguiente. Aunque este sea igual de mediocre y triste.